viernes, 21 de julio de 2023

La literatura está de luto

    El día de mi muerte, los sorprenderá con una avalancha de fotografías en las redes sociales, acompañadas de frases dirigidas hacia mí. Lugares comunes, expresiones impersonales: “se fue de gira”, “vuela a escribir en el cielo”, “sigue vivo en sus poemas”.

    En una fotografía, estaré firmando libros, jovencísimo y despeinado, otra, será a la salida de un teatro y me estaré quedando calvo, otra más doméstica, borrosa, en un brindis. Cada imagen con palabras recordándome o haciéndome preguntas que no podré responder: ¿por qué te fuiste tan pronto? Alguien dirá que me quería o me admiraba. Serán mensajes conmovedores, pero ya no podré leerlos.

    Recuerdo a mi vecino, que cuando su esposa murió, como él conocía su clave de Facebook, entraba al perfil y contestaba las publicaciones como si fuera la difunta desde el más allá. Me pareció graciosísimo, aunque daba un poco de impresión.

    Mis amigos leerán las frases y se emocionarán, “cuánta gente lo quería”.

  El día de mi muerte, aparecerán familiares inéditos. Caerán de una nube o saldrán de algún agujero, como siempre pasa. Recuerdo a don Miguel, murió abandonado en una cama de hospital, y después, en las redes: “qué falta me haces, papá, te amo”, “perdí a mi tío querido”. O como aquel famoso escritor, que murió olvidado en un geriátrico, atado a una silla, y al otro día, la intelectualidad en pleno lamentaba su muerte, mientras lo velaban en la biblioteca nacional. En fin, como dijo un humorista: “¡Calma! La gente tiene cosas hermosas para decir de vos, solo están esperando a que te mueras”.  

    El día de mi muerte, mi editora declarará: “No puedo creerlo, estoy en shock”, y después de llamar a mi familia, escribirá un comunicado para enviar a la prensa. También contactará a la imprenta, solicitando una nueva tirada, porque en estos días, los lectores irán a pedir un libro del escritor recién fallecido. La muerte es un premio literario entregado tarde. Muy tarde.

  El alcalde de mi ciudad, “mucho gusto en conocerlo”, designará a algún funcionario para organizar mi homenaje. El mismo alcalde que nunca destinó recursos para la literatura, dará un emotivo discurso, “se fue uno de nuestros ciudadanos más ilustres”. Después, destapará una placa con mis versos y mi nombre, que estará mal escrito, se olvidarán del tilde, estoy seguro.    

    Falleció nuestro escritor, dirán en las páginas de noticias de mi pueblo o en algún programa de radio de esos que nunca me invitaron a una entrevista para difundir el lanzamiento de mis libros. Por fin, tendré el espacio que tanto reclamaba.

    El día de mi muerte, se completará mi biografía con la fecha que faltaba al lado de la de mi nacimiento. Dejaré de ser “el único escritor vivo que leímos” como me dijo un estudiante cuando visité su escuela. Al fin y al cabo, uno solo muere para confirmar que vivió, como dijo el maestro Guimarães.

    Algún suplemento cultural escribirá “La literatura está de luto: ha muerto una de las principales voces de la literatura de nuestro pueblo”, frases hechas como las de las contratapas de los libros que siempre anuncian “la mejor novela de los últimos tiempos”, o los reseñistas que, de cada autor que reseñan, dicen que es “una de las mejores voces de la literatura contemporánea”. Si sus pronósticos fueran ciertos, tendríamos un Onetti por semana.

    El día de mi muerte, solamente mis allegados irán al crematorio. De allí, en caravana hasta la playa. Harán un círculo de abrazos, un ritual de despedida. Y cuando vayan a abrir la urna, los sorprenderá una bocina, la frenada de un auto, una pareja bajándose desesperadamente, corriendo hacia ellos. Serán mi editora y el distribuidor de libros que vendrán a reclamar el noventa por ciento de mis cenizas. Mostrarán la letra pequeñita del contrato que firmé alguna vez.

    Después de la requisición, mis familiares tomarán el puñadito del diez por ciento de mí, y lo esparcirán sobre las olas. Serán mis últimos gramos sobre el mundo.

2 comentarios:

  1. Es lo que tiene ser un escritor de culto. Pocos libros tan hermosos como Viralata (pero estamos tironados por el tiempo, ese que nos agarra de las narices y nos lleva volando).

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