El día de mi muerte, los sorprenderá
con una avalancha de fotografías en las redes sociales, acompañadas de frases dirigidas
hacia mí. Lugares comunes, expresiones impersonales: “se fue de gira”, “vuela a
escribir en el cielo”, “sigue vivo en sus poemas”.
En una fotografía, estaré firmando
libros, jovencísimo y despeinado, otra, será a la salida de un teatro y me estaré
quedando calvo, otra más doméstica, borrosa, en un brindis. Cada imagen con
palabras recordándome o haciéndome preguntas que no podré responder: ¿por qué
te fuiste tan pronto? Alguien dirá que me quería o me admiraba. Serán mensajes
conmovedores, pero ya no podré leerlos.
Recuerdo a mi vecino, que cuando su
esposa murió, como él conocía su clave de Facebook, entraba al perfil y contestaba
las publicaciones como si fuera la difunta desde el más allá. Me pareció
graciosísimo, aunque daba un poco de impresión.
Mis amigos leerán las frases y se emocionarán,
“cuánta gente lo quería”.
El día de mi muerte, aparecerán
familiares inéditos. Caerán de una nube o saldrán de algún agujero, como
siempre pasa. Recuerdo a don Miguel, murió abandonado en una cama de hospital,
y después, en las redes: “qué falta me haces, papá, te amo”, “perdí a mi tío
querido”. O como aquel famoso escritor, que murió olvidado en un geriátrico,
atado a una silla, y al otro día, la intelectualidad en pleno lamentaba su
muerte, mientras lo velaban en la biblioteca nacional. En fin, como dijo un humorista: “¡Calma! La gente tiene cosas hermosas para decir de vos, solo
están esperando a que te mueras”.
El día de mi muerte, mi editora declarará:
“No puedo creerlo, estoy en shock”, y después de llamar a mi familia, escribirá
un comunicado para enviar a la prensa. También contactará a la imprenta,
solicitando una nueva tirada, porque en estos días, los lectores irán a pedir
un libro del escritor recién fallecido. La muerte es un premio literario
entregado tarde. Muy tarde.
El alcalde de mi ciudad, “mucho gusto
en conocerlo”, designará a algún funcionario para organizar mi homenaje. El mismo
alcalde que nunca destinó recursos para la literatura, dará un emotivo
discurso, “se fue uno de nuestros ciudadanos más ilustres”. Después, destapará
una placa con mis versos y mi nombre, que estará mal escrito, se olvidarán del
tilde, estoy seguro.
Falleció nuestro escritor, dirán en las
páginas de noticias de mi pueblo o en algún programa de radio de esos que nunca
me invitaron a una entrevista para difundir el lanzamiento de mis libros. Por
fin, tendré el espacio que tanto reclamaba.
El día de mi muerte, se completará mi
biografía con la fecha que faltaba al lado de la de mi nacimiento. Dejaré de
ser “el único escritor vivo que leímos” como me dijo un estudiante cuando
visité su escuela. Al fin y al cabo, uno solo muere para confirmar que vivió,
como dijo el maestro Guimarães.
Algún suplemento cultural escribirá “La
literatura está de luto: ha muerto una de las principales voces de la
literatura de nuestro pueblo”, frases hechas como las de las contratapas de los
libros que siempre anuncian “la mejor novela de los últimos tiempos”, o los
reseñistas que, de cada autor que reseñan, dicen que es “una de las mejores
voces de la literatura contemporánea”. Si sus pronósticos fueran ciertos,
tendríamos un Onetti por semana.
El día de mi muerte, solamente mis allegados
irán al crematorio. De allí, en caravana hasta la playa. Harán un círculo de
abrazos, un ritual de despedida. Y cuando vayan a abrir la urna, los
sorprenderá una bocina, la frenada de un auto, una pareja bajándose
desesperadamente, corriendo hacia ellos. Serán mi editora y el distribuidor de
libros que vendrán a reclamar el noventa por ciento de mis cenizas. Mostrarán
la letra pequeñita del contrato que firmé alguna vez.
Después de la requisición, mis familiares
tomarán el puñadito del diez por ciento de mí, y lo esparcirán sobre las olas.
Serán mis últimos gramos sobre el mundo.