martes, 1 de agosto de 2023

Un pueblito abandonado por ahí

Usted camina por estas calle y no encuentra ni un alma. Desierto-desierto. Agarre por ahí para la plaza, nadies. Baje por ese baldío y termine en la rotonda, nadies. A las ocho de la mañana, es muy temprano como para ver gente. Despós del meiodía, es la siesta. No hay quien se anime salir con este mormaço. La gente se acuesta abajo de las cama porque es el lugar más fresco de la casa. De noite, tampoco sale nadies porque istán dando las novela.

¿Este pueblo existe o no existe? ¿Somo gente o solo fantasmiamo, mientras estiramo este no hacer nada, eternamente?

Pero sabe que acá es todo muy raro. El otro día. Silenciación de no asomar nadies. Pueblo fantasma y de repente, aparece una doña en bicicleta y se atraviesa indiante de un auto en la esquina. Yo escuché los grito de la abuela atirada en el piso. No sé cómo ni de dónde, pero a los pocos segundo, la esquina hervía de gente. El chusmerío rodeando la doña, como pirañas, estirando el pescuezo para ver si se tenía muerto o si le faltaba alguna parte del cuerpo…

¿Cómo puede ser? Si hace unos minuto no había un alma.

Al rato, cargaron ella en un carro y llevaron para alguna policlínica. Fue levantarla del piso, y el pirañaje desapareció. Desierto de nuevo. Ni un ruido en las calle.

Parecía una foto. Un dibujo de algún pueblo abandonado por ahí.

Fabián Severo

miércoles, 26 de julio de 2023

Una de arroz, dos de agua

    Yo me dejo regar por la lluvia de la cebolla y me voy para el Norte, buscar los alimento que me faltan.

    Veo mi madre arrecostada en la mesada, con todo picadito, para impezar la nube de los olor. Cuando ella fritaba cebolla, parecía que la agua del lluvero istaba caindo en el suelo de la cocina.

    Una cebolla, medio morrón, un diente de ajo… A principio de mes, el guiso era con chuleta de oveja pero cuando la cosa se ponía ruim, mi padre traía una bolsa de carne picada congelada del Brasil.

    ¿De vuelta vamo comer guiso de arroz?

    No te quejes, Fabi, que hay gente que ni tiene para comer, decía mi madre mientras gotiaba arroz adentro de una taza.

    Mi madre ponía la mesa. Servía el plato de humo. Yo aplastaba las papa, y comía despacio, administrando los pedazo de carne.

    Ahora que me alimento en el Sur, lejos de los sabor de mi infancia, descubro que el mundo istá lleno de verduras que ni sé. Voy en la feria y pregunto: ¿Cómo se llama esa que parece una bombita de agua? Berenjena, me responde la señora, y yo vuelvo a preguntar: ¿es fruta o verdura?

    En mis día de Artiga, nosotro solo cocinaba con cebolla, morrón verde y ajo. El mundo era más simple.

    Cuando quiero volver al Norte de mi vida, preparo un guiso de arroz. Pico todo chiquitito y empiezo viajar en la lluvia de la cebolla. Intonce, escucho mi madre dar tres golpe con la cuchara de madera en el borde de la olla, y me despierto de la infancia.

 

Fabián Severo

Atlántida, Junio, 2017

viernes, 21 de julio de 2023

La literatura está de luto

    El día de mi muerte, los sorprenderá con una avalancha de fotografías en las redes sociales, acompañadas de frases dirigidas hacia mí. Lugares comunes, expresiones impersonales: “se fue de gira”, “vuela a escribir en el cielo”, “sigue vivo en sus poemas”.

    En una fotografía, estaré firmando libros, jovencísimo y despeinado, otra, será a la salida de un teatro y me estaré quedando calvo, otra más doméstica, borrosa, en un brindis. Cada imagen con palabras recordándome o haciéndome preguntas que no podré responder: ¿por qué te fuiste tan pronto? Alguien dirá que me quería o me admiraba. Serán mensajes conmovedores, pero ya no podré leerlos.

    Recuerdo a mi vecino, que cuando su esposa murió, como él conocía su clave de Facebook, entraba al perfil y contestaba las publicaciones como si fuera la difunta desde el más allá. Me pareció graciosísimo, aunque daba un poco de impresión.

    Mis amigos leerán las frases y se emocionarán, “cuánta gente lo quería”.

  El día de mi muerte, aparecerán familiares inéditos. Caerán de una nube o saldrán de algún agujero, como siempre pasa. Recuerdo a don Miguel, murió abandonado en una cama de hospital, y después, en las redes: “qué falta me haces, papá, te amo”, “perdí a mi tío querido”. O como aquel famoso escritor, que murió olvidado en un geriátrico, atado a una silla, y al otro día, la intelectualidad en pleno lamentaba su muerte, mientras lo velaban en la biblioteca nacional. En fin, como dijo un humorista: “¡Calma! La gente tiene cosas hermosas para decir de vos, solo están esperando a que te mueras”.  

    El día de mi muerte, mi editora declarará: “No puedo creerlo, estoy en shock”, y después de llamar a mi familia, escribirá un comunicado para enviar a la prensa. También contactará a la imprenta, solicitando una nueva tirada, porque en estos días, los lectores irán a pedir un libro del escritor recién fallecido. La muerte es un premio literario entregado tarde. Muy tarde.

  El alcalde de mi ciudad, “mucho gusto en conocerlo”, designará a algún funcionario para organizar mi homenaje. El mismo alcalde que nunca destinó recursos para la literatura, dará un emotivo discurso, “se fue uno de nuestros ciudadanos más ilustres”. Después, destapará una placa con mis versos y mi nombre, que estará mal escrito, se olvidarán del tilde, estoy seguro.    

    Falleció nuestro escritor, dirán en las páginas de noticias de mi pueblo o en algún programa de radio de esos que nunca me invitaron a una entrevista para difundir el lanzamiento de mis libros. Por fin, tendré el espacio que tanto reclamaba.

    El día de mi muerte, se completará mi biografía con la fecha que faltaba al lado de la de mi nacimiento. Dejaré de ser “el único escritor vivo que leímos” como me dijo un estudiante cuando visité su escuela. Al fin y al cabo, uno solo muere para confirmar que vivió, como dijo el maestro Guimarães.

    Algún suplemento cultural escribirá “La literatura está de luto: ha muerto una de las principales voces de la literatura de nuestro pueblo”, frases hechas como las de las contratapas de los libros que siempre anuncian “la mejor novela de los últimos tiempos”, o los reseñistas que, de cada autor que reseñan, dicen que es “una de las mejores voces de la literatura contemporánea”. Si sus pronósticos fueran ciertos, tendríamos un Onetti por semana.

    El día de mi muerte, solamente mis allegados irán al crematorio. De allí, en caravana hasta la playa. Harán un círculo de abrazos, un ritual de despedida. Y cuando vayan a abrir la urna, los sorprenderá una bocina, la frenada de un auto, una pareja bajándose desesperadamente, corriendo hacia ellos. Serán mi editora y el distribuidor de libros que vendrán a reclamar el noventa por ciento de mis cenizas. Mostrarán la letra pequeñita del contrato que firmé alguna vez.

    Después de la requisición, mis familiares tomarán el puñadito del diez por ciento de mí, y lo esparcirán sobre las olas. Serán mis últimos gramos sobre el mundo.

Un pueblito abandonado por ahí

Usted camina por estas calle y no encuentra ni un alma. Desierto-desierto. Agarre por ahí para la plaza, nadies. Baje por ese baldío y termi...